Los siete pregoneros

Los siete pregoneros

La tarde estaba húmeda y vaporosa, había dejado de llover y la atmósfera de aquél día de febrero, olía a grasa de las humeantes fritadas de las tortas.

Yo despertaba de la obligatoria siesta; pedí permiso a mi mamá, a su vez ella involucró en forma convincente a mi papá, logrando el doble consentimiento qué, pese a mi corta edad, me autorizaba para ir de visita a casa de mis tíos, a orilla del río.

Mi mamá escribió una breve, prolija y cariñosa esquela para mi tía , su hermana;

Hizo un paquetito con un trozo de dulce de membrillo, de obsequio para mi tía, y lo introdujo en una bolsita de lienzo, la completó con un limpio par de alpargatas, envueltas en una hoja de diario, para que reemplazaran las que llevaba puestas, una vez que se hubieran mojado, y me colgó la bolsita en el hombro.

Me acompañó hasta la calle, me besó y se quedó mirándome hasta que yo enfilé hacia el río, tomando por un senderito, que como una cicatríz corría paralelo a los cercos de cañas y enredaderas de las casas vecinas. No se que extraña inducción, lleva a todos a transitar por el mismo lugar, cuando sobra el espacio; Caballos, perros y personas, lo hacían por ese mismo caminito, que aquella tarde y muchas otras, lo hice yo.

El barro estaba todavía blando, y a mi me causaba una sensación agradable, pisarlo; Cada tanto me daba vuelta para ver como las huellas de mis pisadas, se iban llenando con el agua que escurría desde la gramilla aledaña, borrándolas.

Llegué por fin a casa de mis tíos; estaba devorando una torta frita, cuando oímos el para mi novedoso sonido de un redoblante; -¡ Es la murga de Mansilla ! gritó mi tío Pito; Salimos corriendo a la calle; de una casa vecina salían uno a uno, siete personas vestidas de blanco y sus caras pintadas de colores; A un costado marchaba un señor vistiendo frac negro y galera, portando un pequeño maletín, era el Sr. Mansilla, director de la murga.

Era el primer día de carnaval y la murga debía presentar su repertorio en la comisaría frente al propio comisario que, de aprobarlo, daría la autorización requerida, para participar de la fiesta.

Siguiendo a la murga, que avanzaba haciendo en su marcha un gracioso movimiento de serpenteo, al ritmo del bombo y el redoblante, llegamos todos a la comisaría. La murga entró dirigiéndose a -la cuadra-, el cabo Brazunna, en la puerta, invitó a mis tíos a presenciar la audición, oportunidad que aprovecharon varios vecinos mas. Don Rito, el comisario, acomodándose en un sillón de roble, esperó que Goyo, el escribiente, le alcanzara el primer mate de la tarde; Cuando esto sucedió, Dn. Rito, sin mirar a los ojos a Goyo, preguntó: – es Armiño? refiriéndose a la yerba; Goyo respondió: -no, mi Comisario, es “suelta”, la compré anoche en lo de Nayí, es mas barata! .El comisario chupó la bombilla con desconfianza, hizo un breve silencio, y sentenció: – está buena! y dirigiéndose a Mansilla, ordenó: – adelante! Los siete murguistas formados en círculo, se miraron a los ojos y poniendo la boca en forma de “O”, emitieron un sonido a manera de ejercicio de afinación; Cuando el director sacó un pequeño palito pintado de negro, mi tío me susurró al oído:  -es la batuta. Mansilla dio un saltito, y al retomar contacto con el piso, comenzó Agustín, un redoble que remató Periquillo, con el bombo. A una suerte de aleteo que ensayó el director, atacó el coro:   

                     Soriano está esperando

                                que le hagan pasarela

                                porque las damiselas

                                no se pueden bañar…

                                Que lindo que era verlas

                                en la playa nadando

                                y ahora están deseando

                                poderse refrescar…

Y así, la murga fue desgranando su cuplé de críticas sociales y reclamos;

Finalmente interpretó la retirada, cantando el coro una emotiva y nostalgiosa letra, aludiendo al río, a la historia de La Villa y a la buena convivencia de nuestra comunidad. El comisario sonriente, hizo una señal de aprobación y estalló el aplauso de todos los presentes, incluido “Toto El Rengo” que gritaba feliz sacando los brazos por la ventanita del calabozo, donde se encontraba, cumpliendo 24 horas, -por andar en pedo-. según le dijo Manuel Fernández a mi tío.

De vuelta todos en la calle, comenzó el recorrido de las tres cuadras que nos separaban de la Plaza Artigas. Los vecinos, mi tío, mi tía y yo, tomado de las manos, seguíamos la murga que abría el paso al rítmo del bombo y el redoblante; el público bailaba, imitando el paso serpenteado de la marcha.

Caía la tarde, se oía el cencerro del oso, que trotaba delante del domador, unidos por las riendas de guasca y simulando esquivar el arreador, que éste hacía zumbar por sobre su cabeza, a la vez que media docena de gurises corrían al lado arrojándole puñados de tierra. 

Entre el público asomado a la vereda, pude ver a mis padres.

La alegría en este punto, era total.

Las serpentinas cruzaban el aire, desenrollando su parábola de colores.

Llovían sobre mi cabeza, papelitos picados.

En la plaza, Taco Vique todavía martillaba, dando los últimos toques  al tablado; Paja y Román pintaban máscaras grotescas sobre arpilleras encaladas; Domingo Acuña preparaba su kiosco; Juan Andrés instalaba parsimoniosamente su primitivo equipo de sonido, a batería; Zenón regaba las calles con su carro tumbero; En la esquina, Churchill, el hijo del peluquero, con una canasta colgada de su brazo ofrecía a viva voz: – Maní calentito, a un -medio- el tarrito !.

Yo miraba los rostros y todos parecían estar muy felices.

La fiesta estaba en su máximo esplendor. La murga seguía tocando, rodeada de mascaros y vecinos de todas las edades, el director hacía cabriolas con su maletín abierto, donde caían vintenes, medios, reales…

Agustín, Tito, Periquillo, Perucho y Coto seguían bailando; Juan El Zorro, agitaba un rudimentario estandarte, enastado en una caña de bambú, con leyendas y flecos de papel cometa…Yo, todavía no sabía leer…

El último recuerdo de aquél lejano e inolvidable día, fue cuando antes de caer rendido por el sueño, oí la voz de mi madre que, sentada a la orilla de mi cama, antes de darme un beso y soplar levemente la amarillenta llamita de la lámpara a querosén que iluminaba mi habitación, me contaba a media voz: el estandarte decía:               

                     MURGA LOS SIETE PREGONEROS  

                                     VILLA SORIANO 

                                       CARNAVAL 

1950

Juan Guigou

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